He vuelto a sacar esa moneda del cajón. La sostuve un rato entre los dedos, en la palma de la mano, en la cabecera de mi cama. Y me pareció por un momento que su redondez se burlaba, jugando a ser perfecta, se burlaba, digo, se burla de mí. Yo la espío a ratos y luego me sumerjo entre las sábanas, pero su brillo, su pesadez de moneda, cierta dignidad en su cara o cruz, me están atormentando. Voy a pensar sólo una vez más en ella. Pensar un poco. La nada misma.
Creo que todo comenzó cuando perdí la Moleskine. No es que lo lamente. Sabía que ya era tiempo de que la libreta se fuera a la chingada. Había escrito cosas, y luego no podía hacerme cargo de ellas. La libreta, las fotos, el recorte de periódico, todo eso, a la chingada. Quizá pueda recuperarla, en la avenida Providencia, frente al puticlub de luces violetas. Quizá si voy mañana la encuentre en ese puesto de comida rápida donde la dejé abandonada casi conscientemente. Quizá podría todavía ir.
Un acento de más, un acento más y me explotará la cabeza.
Conchaetumadre.
La moneda dice En dios confiamos. Me topé de nuevo con ella buscando la Moleskine y no he podido dejar de mirarla. La guardaré en el cajón más tarde. La moneda es plateada y tiene grabado en un lado un triángulo con rayos del sol saliendo alrededor. Una mandorla, líneas, todo muy discreto.
En el otro lado dice En dios confiamos. No en inglés, sino en español. La moneda no es un dollar pero confía en dios. Es la esperanza que se fue a la mierda. La moneda no lo sabe, yo me burlo, pero me burlo a través de ella. La moneda es cínica. Es una farsa, un espectáculo que se exhibe todos los días en un país lejano. Ninguno de ellos me concierne. La moneda, digo, y el país. El espectáculo sí que me concierne, porque entré a formar parte cuando esta moneda cayó en mis manos.
Con esta moneda no me pagaron nada, ni me devolvieron el cambio de algo que yo pagué. Esta moneda me la regaló un oficial de la frontera de Nicaragua. Felipe, se llamaba, no recuerdo el apellido. Como todas esas cosas que olvidaré, lo tenía apuntado en mi Moleskine. Felipe estaba cansado, me acuerdo, había trabajado doce horas seguidas en la frontera, haciendo trámites, revisando el equipaje y sellando pasaportes. Platicamos para que no se durmiera antes de llegar a casa. Felipe vivía en un pueblo cercano del que también he olvidado el nombre. Recuerdo que su rostro estaba cundido de cicatrices de viruela, y que junto a sus ojos empezaban a formarse muchas arrugas, como las ramas de un árbol que florece.
Felipe me contaba que el día anterior la policía nicaragüense había detenido a los ladrones que robaron hacía ya una semana la espada de Rubén Darío.
Todavía lo recuerdo como una mala broma. La espada de Rubén Darío, en una Nicaragua urgida por un pedazo de estaño o cobre para vender como chatarra, coladeras, sartenes, manijas oxidadas, cualquier cosa. Una chatarra histórica. La poesía. El modernismo, todo eso, no te da para comer. El estaño sí, la espada sí, Rubén Darío vale cualquier cosa. Pero Felipe lo contaba con toda seriedad, no era una broma. Los ladrones recibieron a cambio de la espada alrededor de dos o tres dólares. Se lo gastaron en más cerveza, o en ron, según dijo el detenido, ya ni siquiera se acordaba. Felipe se río un poco, y luego señaló algo a través de la ventana.
Era su pueblo, junto a un volcán. He olvidado el nombre, ya lo dije antes. Felipe no tenía nada para darme, tampoco necesitaba darme algo. Sin embargo hundió la mano en el bolsillo esperando encontrar cualquier cosa que me hiciera recordarlo, ahora lo sé. Y me dio un córdoba. Este córdoba que luce todavía brillante en mi velador. No puedo apartarlo de mi mente. Felipe estaba flaco y nunca había cruzado la frontera. Todos sus viajes se reducían a atravesar en bus el camino de su casa a la caseta de migración en la frontera con Nicaragua. Algún día, me dijo, dejaría su pueblo y viajaría a México, a intentar lo que todos, a pasar por estas fronteras de mierda una vez más y llegar al norte, en donde, no por casualidad, confían en dios.
Pero su moneda sigue confiando en dios, mientras Felipe espera que las letras se borren, y aunque ya no En dios confiamos, si In god we trust. Verdad es que en esa otra moneda las mismas palabras se vuelven más cínicas y burlonas. La pobreza, en dios confiamos, y la guerra in god we trust. Felipe acaricia su sueño, sin saberlo casi, mientras la moneda cae en mi mano, y el camión se detiene lentamente , ya llegamos, Felipe, dice un compañero, ya llegamos a casa.